Me deslicé por su espalda desnuda. Sudada y cálida. Amarré sus manos atrás con sus propias braguitas. Una prenda demasiado delicada para semejante instante. Negro encaje que al desfilar delante de mí dejaba entrever a la imaginación todo lo que un hombre puede desear de una mujer en un momento como este.
Mi foular servía para cubrir sus ojos. No obstante, la tibia luz que manaba de las velas apenas alcanzaba a dibujar unas tenues sombras en la pared del apartamento. Conseguía descifrar su respiración entrecortada cuando me acercaba al oído. Un roce muy despacio de mis labios por la parte superior de su cuello producía un escalofrío que recorría su columna vertebral. Seguía un camino incierto para susurrarle convincentemente -Ahora eres mía.